Sylvia, de Valmore Muñoz Arteaga

Por: jl Monzantg (http://monzantg.blogspot.com/)

Sylvia fue escrita con el órgano de la sensualidad. La piel del poeta, su lengua, sus manos, hacen un recorrido en cuarenta cantos. Símbolo que guarda –en silenciosa evidencia– un pacto con el desierto, con la animalidad, con la muerte.
Sylvia es, también, un libro de poesía maldita. Valmore le canta al fetiche de la perdición, a la mujer-objeto. Toda ella es sexo, olores, sudores e impudicia puesta en la amable –aunque desesperada– voz del poeta, voz en la que todo nombre se hace sinónimo de mujer.
La Gertrudis de Hesse; la condesa de Trípoli, de Jaufrè Rudel; la pecadora de la mitología judeocristiana; la Sylvia de Hesnor y, más tarde, la de Olivar, en Morirse es una fiesta. La mujer, siempre presente, como si de tragedias habláramos.
Aún así, Sylvia es la poesía. El cuerpo de mujer, excusa para dar paso a lo esencial. No hay acusación de género. Hay, sí, la comprensión, a ratos cabal, a ratos profunda, de la negación como complemento. La escritora, mientras no anula al varón, escribe a medias, a ciegas, casi.
La poesía de entrada, de salida. Sylvia en la animalidad del poeta. Puesta en escena –ahora sí– con todos los sentidos, con todo su primitivismo, con todas sus urgencias biológicas; el poeta mira, oye, olfatea, palpa y saborea. Toda Sylvia es explorada, redescubierta desde el “silencioso encanto” de su entrepierna hasta la voracidad oscura de la fuente de la vida.
Valmore le canta a la muerte. Sylvia, la espectral, desata las Furias. Con la elegancia del miserable, el poeta rompe todas las imágenes. Todos los pactos decantan en la rutina como muerte.
Sylvia es poesía de alta costura. Creador oficioso, hacendoso, que rescata el género en medio de una ciudad de poetas con imágenes prestadas, Valmore apuesta al sacrilegio, a lo aborrecible. Lejos de «la celestial poesía de autoayuda», tan a la usanza del día, tan aplaudida por "tirios y troyanos", la palabra es elevada a su altar natural: el infierno de la vida.
Nalgas carnosas, muslos bien contorneados, vello en el vértice púbico; senos endurecidos, adormecidos, gastados, húmedos, palpitantes. Descriptores ineludibles, inocultables: quien hace poesía es hombre.
Sylvia es otra rebelión, otro insomnio, otro alegato contra lo postizo. Altar de sangre con almas perdidas, con sombras de la noche, con locura, con la desnudez sangrante del sin sentido.
Valmore repudia los ángeles, pretende perder cielos e infiernos en un acto de fe, con una imprecación.
Tributario de Bergman, Pasolini, Löuys, Bataille y Miller, si algo hay presente en Sylvia es una estética de la violencia, de la lascivia. Esto es lo que da a Valmore la compleja, la completa tesitura del poeta universal.
Aunque lo pretende –a veces a gritos, a veces rabiosamente– Valmore no escapa a la catequesis familiar. Sylvia, otro canto al infierno, otra negación del cielo y de la tierra, nos descubre a un portador de todos los miedos; a un vendedor de cadáveres malolientes, a un poeta «poéticamente incorrecto» que mira –con Nietzsche– nuestras mezquindades, nuestras miopías.
Valmore tiene sed, y parece no querer saciarla. Árboles, sombras, espejos, lobos, son sólo excusas para otro decir en la selva tupida del lugar común.

Texto de presentación del libro Sylvia de Valmore Muñoz Arteaga en la VI Feria del Libro UNICA

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